El ayuno intermitente no solo me ha cambiado físicamente, también me ha enseñado una lección que a veces olvidamos: la paciencia.
Al principio, las primeras horas sin comer parecían eternas. La mente me decía que necesitaba comer ya, aunque en realidad era más costumbre que hambre real. Poco a poco entendí que el cuerpo puede esperar y que, con calma, se adapta.
Esa espera me ha mostrado que la paciencia también se entrena. Cada vez que logro completar mi ayuno, siento que no solo fortalezco mi disciplina, sino también mi carácter.
El ayuno me recuerda que no todo en la vida llega de inmediato, que algunas recompensas requieren tiempo y constancia. Y mientras espero, aprendo a disfrutar del proceso, no solo del resultado.
Hoy confirmé que el ayuno no es una lucha contra el hambre, sino un entrenamiento para la mente y el corazón.