Todos pasamos por momentos de oscuridad: pérdidas, fracasos, soledad, dudas. En esos días parece que la fe se apaga y que no hay salida posible. Pero con el tiempo he aprendido que la luz de Dios nunca desaparece; a veces solo se oculta detrás de nuestras lágrimas o de nuestros miedos.
Hoy recordé un pasaje que me sostiene: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?” (Salmo 27:1). Este versículo me recuerda que no importa lo denso que parezca el camino, siempre hay una chispa de esperanza esperando encenderse dentro de nosotros.
La fe no elimina la oscuridad, pero nos da los ojos para ver la luz que sigue brillando. Y cuando la encontramos, esa luz se convierte en guía para dar un paso más, incluso cuando el camino aún no está claro.
La vida me ha mostrado que en medio de la dificultad es cuando más cerca sentimos a Dios. Allí, en el silencio y en el dolor, Él se manifiesta de formas inesperadas, llenándonos de fuerza y consuelo.
Hoy elijo confiar en que, aunque haya sombras, la luz de Dios siempre me acompañará.