Hay momentos en que las palabras sobran. No siempre necesitamos hablar para orar; basta con detenernos, respirar y abrir el corazón para escuchar a Dios en el silencio.
Esta mañana decidí desconectarme de todo. Apagué el teléfono, dejé la televisión en silencio y me senté junto a la ventana. Afuera, los pájaros cantaban como si me regalaran una melodía personal. Cerré los ojos y sentí que mi respiración se volvía más lenta, más profunda. En ese instante entendí que no hacía falta pedir nada… solo estar allí. Fue como si Dios susurrara: «Aquí estoy, contigo.»
El silencio no fue vacío; estuvo lleno de presencia. Era como si cada sonido suave —el viento, el canto de los pájaros, mis latidos— fueran parte de una oración viva que subía sin palabras.
Jesús dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). La verdadera oración no se mide en minutos ni en volumen, sino en sinceridad. Dios escucha incluso cuando no pronunciamos una sola palabra.
El silencio, cuando es compartido con Dios, se convierte en una de las oraciones más profundas que podemos hacer.